jueves, 4 de abril de 2013

CRISTIANISMO


EL CRISTIANISMO ¿RELIGIÓN O FORMA DE VIDA?

 

En la actualidad se nota una cierta alergia al fenómeno religioso de parte de muchos creyentes y de muchos que lo han sido. La razón de esta actitud antagónica u hostil está normalmente en que los miembros de las religiones –incluyendo al cristianismo- parecen haber manipulado interna y externamente las formas de desarrollar las prácticas religiosas y han hecho que la religión sea o parezca una alienación de la vida real con la excusa de relacionarse con Dios, de forma que no parece producir mejores ciudadanos o seres humanos.

 

Esto, referido al cristianismo, es la negación de su razón de ser, ya que Cristo viene a este mundo como el prototipo del ser humano, que sabe asumir la actitudes correctas ante Dios y ante sus semejantes, relacionadas y unidas de tal forma que las segundas son garantía de verdad de las primeras. Así lo expresó Juan el Evangelista, uno de los principales escritores entre los discípulos personales y más cercanos a Jesús: “Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano (prójimo) es un mentiroso” (Primera Carta de Juan 4, 20).

 

El concepto de religión, como la mayoría de los conceptos más relacionados con la experiencia humana, tiene varias acepciones o sentidos. El más original es el de constituir una relación del ser humano con un ser sobrenatural (Dios) para conseguir de él protección, ayuda o perdón, así como para agradecer beneficios recibidos de él. Notemos que, según este concepto, el ser humano toma la iniciativa de esta relación y él, así mismo, determina el modo (son los ritos) de desarrollarla.

 

En el caso del cristianismo este concepto no llega a describir lo que lo caracteriza, ya que el mismo Cristo, supuesto fundador del mismo, dice: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único (Jesucristo) para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Evangelio de Juan 3, 16). La iniciativa no viene del ser humano sino de Dios. Si nos remontáramos a los orígenes de las tradiciones judías, que son la base de una historia que da sentido a la presencia de Cristo en la humanidad, leemos que “al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Génesis 1, 1) y que Dios dijo: “Hagamos a los seres humanos a nuestra imagen, según nuestra semejanza, para que dominen sobre los peces, las bestias salvajes y los reptiles de la tierra. Y los bendijo Dios diciéndoles: crezcan y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla…” (Génesis 1, 26-31).

 

En el caso de Jesucristo, durante los años en que convive con sus discípulos, tres al parecer, no hace ninguna innovación que se añada a las prácticas religiosas del país en que vive. Solamente al final, la noche en que será detenido por sus enemigos, celebra la Pascua como los demás judíos y al final hace una referencia a su muerte, de manera que pide a los suyos, que cuando celebren esta fiesta “lo hagan en su memoria”: en memoria de lo que él va a vivir en su proceso –pasión- que lo llevará a la muerte en cruz y en su resurrección (Evangelio de Lucas 22, 19).

 

Más tarde, al despedirse de los suyos, antes de irse de este mundo, los manda a todas las naciones encomendándoles “predicar el evangelio y bautizar a quienes crean en él” (Evangelio de Mateo 28, 19). Pero no les da una lista de ritos que deban practicar o enseñar a quienes crean en su doctrina. Y claramente les dice la noche en que celebra la Pascua con ellos: “En esto conocerán que son mis discípulos en que se amen unos a otros como yo los he amado” (Evangelio de Juan 13, 34-35).

 

De estas palabras podemos concluir que lo que Jesús inicia no es una religión para adorar a Dios y conseguir su favor, pues eso ya lo tenían los judíos, sino una forma de vida, fruto de una relación con un Dios, que es amor, como lo dice el mismo Juan en su primera carta: “Dios es amor y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (Primera carta de Juan 4, 7-16). Más aún, al narrar en el Evangelio el examen que se nos hará al final de la vida para determinar si vamos a gozar de él en la eternidad del mundo del más allá, que llamamos cielo, nos dice que la materia sobre la que vamos a dar cuenta no serán nuestros actos de culto sino nuestras obras de misericordia: “tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber; era un extraño y me hospedaron; estaba desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel y fueron a verme” (Evangelio de Mateo 25, 34-36).

 

Inclusive, y para concluir, en relación al culto a Dios, que parece ser el corazón de toda religión, hablando con una mujer samaritana, Jesús dice: “llega la hora, mejor dicho, ha llegado ya, en que para dar culto a Dios Padre, no tendrán que subir a esta montaña (Garizim) ni ir a Jerusalén. Ha llegado la hora en la cual los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; así quiere él ser adorado, porque Dios es espíritu y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Evangelio de Juan 4, 21-24).

 

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