martes, 1 de noviembre de 2011

EN RELACIÓN A LA VIDA ETERNA

“HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO”

Partiendo de estas palabras de Jesús al así llamado “buen ladrón”, según el evangelio de Lucas (23,42), quisiera reflexionar sobre ese estado purificador de vida, que tradicionalmente se ha llamado “purgatorio”.

Quisiera limitarme únicamente a la doctrina que sobre el particular se encuentra en el Catecismo de la Iglesia Católica, que es en cierto modo la última palabra del Magisterio eclesial sobre los temas de importancia, que se relacionan con la vida del cristiano hoy.

Ante todo, al hablar de “creo en la vida eterna”, este catecismo dice, entre otras cosas lo siguiente: “Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su muerte a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios”. (1030)

En estas palabras hay varias cosas a considerar, pero lo más relevante creo que es el término “purificación”, muy distinto del término castigo; aunque al decir “sufren una purificación” parece que se está apuntando a algo no tan agradable o placentero. Sin embargo, quiero pensar que en el uso de este término “sufren”, se está haciendo referencia a una expresión muy coloquial, como  que esa purificación puede llevar una experiencia de cierta contrariedad, ya que el mero hecho de ver la propia vida a la luz de la infinita misericordia de Dios, el ver las propias sombras a la luz de la luz deslumbrante de la santidad de Dios, produzca tal experiencia de contrariedad o sufrimiento.

Y se habla de “la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios”. Esta santidad no es una santidad moral o ausencia de pecados, sino una santidad teológica o perfección como es la santidad de Dios, tres veces santo, como ha sido el anhelo de Cristo al vivir entre nosotros y el de los santos: una comunión total con Dios por el amor, como el mismo san Pablo lo describe al decirnos que “hemos sido bendecidos con toda clase de bienes espirituales y celestiales para ser santos e inmaculados ante él por el amor” (Ef 1, 3.4).

El Compendio de este catecismo de la Iglesia,  al hablar de la vida eterna y tratar este tema, menciona otra aspecto, relacionado con el anterior: “En virtud de la comunión de los santos, los fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del purgatorio ofreciendo por ellas oraciones de sufragio, en particular el sacrificio de la Eucaristía, pero también limosnas, indulgencias y obras de penitencia” (211).

 Estas palabras dan testimonio de una práctica permanente de la Iglesia a lo largo de los siglos y que ha encontrado su forma más sensible y pública por medio de los mementos (recuerdos) de la Misa por vivos y difuntos y de los estipendios (limosnas). Pero también plantean un problema sobre el que no se ha pronunciado el magisterio eclesiástico: la duración en términos de tiempo de ese estado de purificación.

La tradición de la Iglesia en su aspecto de religiosidad popular, expresado en la iconografía pictórica y en devociones populares, insiste en una experiencia indefinida de purificación por medio de pruebas o castigos, que sufren las almas de esos difuntos, no preparados todavía para gozar inmediatamente de la visión divina en el cielo.

En este aspecto se necesita una reflexión teológica seria y una catequesis congruente con la infinita misericordia de Dios, con las palabras de Jesús al “buen ladrón”, arriba citadas y de todos bien conocidas, y con la sensibilidad humana de todos.

La infinita misericordia de Dios está bien clara en el evangelio a través de un Jesucristo que se compadece de todos los enfermos (Mt 8, 16-17) y personas que sufren de una forma o de otra (Lc 7,13), que ofrece el perdón aun a quien no se lo pide (Mc 2, 3-5); Dios hace fiesta por un pecador que se convierte (Lc 15, 10) y nos ha dado a su Hijo para que tengamos “vida en abundancia” (Jn 10,10). Esta misericordia se pone de manifiesto cuando Jesús intercede  por los que lo han llevado a la cruz (“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” Lc 23, 34); promete el Paraíso al ladrón que se dirige a él pidiendo su apoyo espiritual y ofrece a Pedro, que lo negó tres veces, toda su confianza, sin represalias o reservas de ningún tipo, al pedirle que “apaciente a sus corderos y a sus ovejas” (Jn 21, 15-17), que sea su Vicario en la Iglesia.

Finalmente la sensibilidad humana se niega a creer que nuestros queridos difuntos vayan a estar por años sufriendo por sus limitaciones y defectos, de una forma atroz y angustiosa, como lo ha representado la tradicional imagen del purgatorio.

Está por considerarse  el elemento tiempo, propio de esta existencia terrenal  y el factor eternidad, que caracteriza  la vida del más allá. A través de la muerte pasamos del tiempo a la eternidad, donde ya no hay sucesión de momentos y experiencias ni procesos de malo a bueno o de peor a mejor y que da sentido a las palabras de Jesús: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Hno. Jesús Ma. Bezunartea, OFMCap.

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