4. Prioridad de la fe,
primado de la caridad
Como todo don de Dios, fe y
caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co 13),
ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que nos
hace decir: «¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co
16,22; Ap 22,20).
La fe, don y respuesta, nos da
a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena
y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el
prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que
precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte. La fe
nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la esperanza, esperando
confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su
parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en
Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la entrega total y
sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en nosotros la
caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de
Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm
5,5).
La relación entre estas dos
virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la
Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo (sacramentum fidei)
precede a la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está orientado a
ella, que constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe
precede a la caridad, pero se revela genuina sólo si culmina en ella. Todo
parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe
llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al prójimo»), que
permanece para siempre, como cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co
13,13).
Queridos hermanos y hermanas,
en este tiempo de cuaresma, durante el cual nos preparamos a celebrar el
acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de Dios
redimió al mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este tiempo
precioso reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de
amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en nuestra vida.
Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada uno y cada
comunidad la Bendición del Señor.
Vaticano, 15 de octubre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI
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