Continúa el mensaje del Papa para la Cuaresma:
2. La caridad como vida
en la fe
Toda la vida cristiana consiste
en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe,
acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos
precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa
historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da
pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su
amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí,
transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no
vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).
Cuando dejamos espacio al amor
de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a
su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en
él y como él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la
caridad» (Ga 5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
La fe es conocer la verdad y
adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad
(cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la
caridad se vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos
hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de
ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos
de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en
este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La
fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda;
la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).
3. El lazo indisoluble
entre fe y caridad
A la luz de cuanto hemos dicho,
resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas
dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver
en ellas un contraste o una «dialéctica». Por un lado, en efecto, representa
una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el
carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando las obras
concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro, sin
embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y
de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una
vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo
moralista.
La existencia cristiana
consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después
volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de
servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. En la Sagrada
Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que
suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al
servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia, contemplación y
acción, simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las
hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42).
La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero
compartir evangélico debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25 abril 2012). A veces, de
hecho, se tiene la tendencia a reducir el término «caridad» a la solidaridad o
a la simple ayuda humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor
obra de caridad es precisamente la evangelización, es decir, el «servicio de la
Palabra». Ninguna acción es más benéfica y, por tanto, caritativa hacia el
prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena
Nueva del Evangelio, introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es
la promoción más alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo
de Dios el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el anuncio de Cristo el
primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del
amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a
aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de
cada hombre (cf. Caritas in veritate, 8).
A propósito de la relación
entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a los
Efesios resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados
por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don
de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto,
hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de
antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se percibe que toda la
iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la
fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra
responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las
obras de la caridad. Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del
cual gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede
abundantemente. Una fe sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos
virtudes se necesitan recíprocamente. La cuaresma, con las tradicionales
indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe
a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la
participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en
el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones concretas del
ayuno, de la penitencia y de la limosna.
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