CRISTIANISMO:
¿RELIGIÓN, DOCTRINA O VIDA?
(Jesús
Ma. Bezunartea, Capuchino)
Creo
que no me equivoco al decir que los jóvenes de hoy son alérgicos al tema de la
religión, no simpatizan mucho con las doctrinas religiosas y tienen una
inclinación a centrarlo todo en la vida.
Claro, lo que ilusiona a un joven es vivir, gozar de la vida, sacarle
todo el jugo a la vida, en otras palabras, vivir al tope. Sienten no necesitar
de nadie y quieren que los dejen libres y hacer las cosas a su manera. “Yo no sé a qué va la gente tanto a la
iglesia”, acerté a escuchar a un joven, que platicaba animadamente con sus
amigos.
A
partir de este punto de vista, nos debemos preguntar si todo el celo de los
clérigos y religiosos en la Iglesia, incluyendo a los católicos comprometidos,
por convertir y evangelizar lo enfocamos en la dirección correcta o todavía
vivimos con la preocupación de predicar y administrar los sacramentos para que
la gente se salve.
Pero
¿cuál será la dirección o enfoque correctos? ¿cuál será la forma de presentar
nuestro cristianismo a un mundo saturado de sistemas? ¿cuál será el modo de
ofrecer a nuestra generación el mensaje de Jesucristo?
En
mi experiencia de ministerio durante 48 años, me ha tocado conocer, hablar,
predicar y convivir con grupos y personas de variadas ideologías. Desde gente
piadosa y muy religiosa hasta gente descreída y atea; desde gente con actitudes
hostiles hacia las religiones, en concreto el cristianismo, hasta gente
consagrada de por vida a esta causa; desde prostitutas que buscan a Dios y
cultivan su propia religiosidad hasta católicos supersticiosos, que se tienen
que confesar semanal o diariamente; desde jóvenes que simpatizan con personas
religiosas, sea el Papa o algún sacerdote “buena onda”, hasta quienes se declaran
cerrados a todo signo religioso.
Pero,
más allá de todos estos modos de mirar y relacionarse con el fenómeno
religioso, está la necesidad del ser humano de tener valores espirituales, que
es una constante o común denominador en la mayoría de la gente, que ha crecido
en un ambiente o país con mayoría cristiana o de otra religión.
El
Papa Francisco nos ha expuesto detalladamente muchos de estos puntos en su
Exhortación El gozo del Evangelio. Pero,
para no extendernos en explicar su mensaje, podemos resumir sus directrices
evangelizadoras en una sola cosa o experiencia: el encuentro personal con
Jesús. Y este encuentro, del que tenemos experiencias diversas en los
evangelios y en la historia de la Iglesia, es una experiencia de vida. Si
pensamos en su encuentro con la Magdalena, con la samaritana, con algunos de
los apóstoles, con otros personajes como Zaqueo, el ciego de Jericó o el buen
ladrón, podemos claramente ver que lo que impresionó a estas personas fue la
persona de Jesús.
Y
a la persona no se la admira por sus palabras, por su fervor religioso, por sus
promesas sino por su coherencia de vida, una coherencia que se traduce en las
cosas más sencillas de la vida: en el modo de hablar, de trabajar, de sonreír,
de tratar a la gente, de relacionarse con los fenómenos de la vida. Por
ejemplo, lo que caracteriza la vida de Jesús es “hacer el bien” (He 10, 38); lo
que caracteriza la vida de Gandhi es su respeto a las personas y su trabajo por
la libertad; lo que caracteriza a la Madre Teresa es su amor a los más pobres y
despreciados; lo que caracteriza al Padre Damián de Molokay es su convivencia
entre los leprosos; lo que caracteriza a San Maximiliano Kolve es dar su vida
por un desconocido; lo que caracteriza a san Francisco de Asís es su sentido y
vivencia de la fraternidad con todos los seres. Y si alguien se atrevió a decir
que con cinco hombres como Francisco de Asís transformaría el mundo, ello nos
prueba que lo que conmueve y mueve a las personas son las experiencias de vida,
porque san Francisco se consideraba “ignorante e indocto”; no estudió en
ninguna universidad, pero su vida era un bálsamo de paz y fraternidad, que
llegaba al corazón de un leproso blasfemo igual que al corazón de un lobo, que
se compadecía del corderito llevado al rastro para ser sacrificado y del gusano
indefenso que cruzaba el camino, que predicaba a la aves con la sencillez y el candor con que
lo haría al sultán de Siria.
“El mundo necesita más de testigos que de
maestros”, escribió Pablo VI en los años 70 y “el cristiano del siglo XXI debe ser místico o no será nada”,
escribió el teólogo K. Rahner hace pocas décadas. Las dos afirmaciones nos
hablan de una experiencia de vida, una experiencia de vida divina que nos
llevará a encarnarla en la vida humana de cada día. Ni el testigo ni el místico
son personas de muchas palabras; y las dos experiencias deben hacerse presentes
en la misma persona, que después de contemplar y asumir la vida divina se
inserta en la vida y en las luchas de las personas en medio de las cuales vive.
En
conclusión, puesto que Jesús nos dijo que “en
amarnos unos a otros como él lo había hecho nos reconocerían como sus
discípulos”, el cristiano puede y debe ser relevante a la humanidad de hoy
por una vida semejante a la de su Maestro, que “pasó por el mundo haciendo el bien”. Desde esta experiencia de
vida, bien asentada y comprometida, podrá surgir la oportunidad de explicar la
doctrina de Jesús o de invitar a participar en algún acto religioso. Así lo
expuso el mismo Francisco de Asís a los hermanos que iban a evangelizar a los
musulmanes en su tiempo: “Y los hermanos
que van (entre ellos), pueden conducirse espiritualmente entre ellos de dos
modos. Un modo consiste en que no entablen litigios ni contiendas, sino que
estén sometidos a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos.
El otro modo consiste en que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la
palabra de Dios, para que crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu
Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para
que se bauticen y hagan cristianos”.
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