EL
CRISTIANISMO ¿RELIGIÓN O FORMA DE VIDA?
En la actualidad se nota una cierta
alergia al fenómeno religioso de parte de muchos creyentes y de muchos que lo
han sido. La razón de esta actitud antagónica u hostil está normalmente en que
los miembros de las religiones –incluyendo al cristianismo- parecen haber
manipulado interna y externamente las formas de desarrollar las prácticas
religiosas y han hecho que la religión sea o parezca una alienación de la vida
real con la excusa de relacionarse con Dios, de forma que no parece producir
mejores ciudadanos o seres humanos.
Esto, referido al cristianismo, es la
negación de su razón de ser, ya que Cristo viene a este mundo como el prototipo
del ser humano, que sabe asumir la actitudes correctas ante Dios y ante sus
semejantes, relacionadas y unidas de tal forma que las segundas son garantía de
verdad de las primeras. Así lo expresó Juan el Evangelista, uno de los
principales escritores entre los discípulos personales y más cercanos a Jesús:
“Quien dice que ama a Dios y no ama a su
hermano (prójimo) es un mentiroso” (Primera Carta de Juan 4, 20).
El concepto de religión, como la mayoría
de los conceptos más relacionados con la experiencia humana, tiene varias
acepciones o sentidos. El más original es el de constituir una relación del ser
humano con un ser sobrenatural (Dios) para conseguir de él protección, ayuda o
perdón, así como para agradecer beneficios recibidos de él. Notemos que, según
este concepto, el ser humano toma la iniciativa de esta relación y él, así
mismo, determina el modo (son los ritos) de desarrollarla.
En el caso del cristianismo este
concepto no llega a describir lo que lo caracteriza, ya que el mismo Cristo,
supuesto fundador del mismo, dice: “Tanto
amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único (Jesucristo) para que todo el que
crea en él tenga vida eterna” (Evangelio de Juan 3, 16). La iniciativa no
viene del ser humano sino de Dios. Si nos remontáramos a los orígenes de las
tradiciones judías, que son la base de una historia que da sentido a la
presencia de Cristo en la humanidad, leemos que “al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Génesis 1, 1) y que
Dios dijo: “Hagamos a los seres humanos a
nuestra imagen, según nuestra semejanza, para que dominen sobre los peces, las
bestias salvajes y los reptiles de la tierra. Y los bendijo Dios diciéndoles:
crezcan y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla…” (Génesis 1,
26-31).
En el caso de Jesucristo, durante los
años en que convive con sus discípulos, tres al parecer, no hace ninguna
innovación que se añada a las prácticas religiosas del país en que vive.
Solamente al final, la noche en que será detenido por sus enemigos, celebra la
Pascua como los demás judíos y al final hace una referencia a su muerte, de
manera que pide a los suyos, que cuando celebren esta fiesta “lo hagan en su memoria”: en memoria de
lo que él va a vivir en su proceso –pasión- que lo llevará a la muerte en cruz y
en su resurrección (Evangelio de Lucas 22, 19).
Más tarde, al despedirse de los suyos,
antes de irse de este mundo, los manda a todas las naciones encomendándoles “predicar el evangelio y bautizar a quienes
crean en él” (Evangelio de Mateo 28, 19). Pero no les da una lista de ritos
que deban practicar o enseñar a quienes crean en su doctrina. Y claramente les
dice la noche en que celebra la Pascua con ellos: “En esto conocerán que son mis discípulos en que se amen unos a otros
como yo los he amado” (Evangelio de Juan 13, 34-35).
De estas palabras podemos concluir que
lo que Jesús inicia no es una religión para adorar a Dios y conseguir su favor,
pues eso ya lo tenían los judíos, sino una forma de vida, fruto de una relación
con un Dios, que es amor, como lo dice el mismo Juan en su primera carta: “Dios es amor y el que permanece en el amor
permanece en Dios y Dios en él” (Primera carta de Juan 4, 7-16). Más aún,
al narrar en el Evangelio el examen que se nos hará al final de la vida para
determinar si vamos a gozar de él en la eternidad del mundo del más allá, que
llamamos cielo, nos dice que la materia sobre la que vamos a dar cuenta no
serán nuestros actos de culto sino nuestras obras de misericordia: “tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y
me dieron de beber; era un extraño y me hospedaron; estaba desnudo y me
vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel y fueron a verme”
(Evangelio de Mateo 25, 34-36).
Inclusive, y para concluir, en relación
al culto a Dios, que parece ser el corazón de toda religión, hablando con una
mujer samaritana, Jesús dice: “llega la
hora, mejor dicho, ha llegado ya, en que para dar culto a Dios Padre, no
tendrán que subir a esta montaña (Garizim) ni ir a Jerusalén. Ha llegado la
hora en la cual los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en
verdad; así quiere él ser adorado, porque Dios es espíritu y los que lo adoran
deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Evangelio de Juan 4, 21-24).
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