La aventura de
Jesús
Hno.
Jesús Ma. Bezunartea
En
el tema anterior he hecho referencia a las bienaventuranzas, una especie de
código de felicidad según algunos, con el que Jesús inicia su primer discurso
evangélico, el discurso del monte. En la actualidad ese cerrito donde Jesús las
habría proclamado se llama el Monte de las Bienaventuranzas.
Yo
diría que más que un código de felicidad es un código de vida; siendo
coherentes así con el principio que he establecido en el primer tema de que el
cristianismo es una forma de vida. Un código de vida en el que nos propone ocho
experiencias en las que el discípulo de Jesús puede experimentar que la vida
merece la pena tal como él nos la propone, tal como él la vive. Y creo que es
importante ver este código bajo el punto de vista de experiencias de vida; de
una vida que se da normalmente, que no es necesario buscarla, que no es
necesario programarla. Y, además, una serie de experiencias que no agotan todas
las de nuestra vida humana ni de creyentes.
Para
entender lo normal y lo excelente de lo que Jesús nos enseña quiero recordar
que Jesús vino a nuestro mundo encarnándose en una realidad histórica, cultural
y humana como la de cada uno de nosotros. Pero lo que hace que una experiencia
normal sea una experiencia excelente es que la vive en comunión con el plan de
Dios, que todo lo hizo bueno y lo puso a nuestro alcance para el bien de todos,
de forma que no haya experiencias en nuestra vida privadas de esa bondad o que
impidan que todo el bien que sembró a manos llenas en nuestro mundo y en
nuestra historia sea una realidad.
Para
poner de relieve que se trata de experiencias de vida en las que nos podemos
sentir realizados según el plan admirable de Dios, nos referimos a ellas como
aventuras, que nos retan a vivir con valentía y con fe, porque Dios todo lo
hizo bueno. Por ello la aventura de Jesús es vivir toda experiencia de vida
humana gozando de la bondad que Dios ha puesto en cada cosa, en cada creatura,
en cada circunstancia.
Por
ejemplo, si Jesús dice que son “bienaventurados
los pobres de espíritu”, es porque, al no estar apegados a ninguna cosa,
persona o circunstancia de esta vida humana, ellos pueden recibir en su vida la
riqueza del Reino de los cielos: “Porque
el reino de los cielos es justicia, paz y gozo en el Señor” (Rm 14, 17). Al
no estar apegados están dispuestos a compartir, a ser solidarios con los
vecinos, con los amigos, con quien ven en necesidad. Y precisamente esa
expresión, misteriosa y contradictoria para muchos, significa, estar desapegados
de todo, desprendidos, libres, con el simple uso y usufructo de las cosas y de
la vida, porque el dueño y señor de todo es Dios. Cuando el ser humano no
entiende esta aventura, trata de apropiarse, de acaparar, de tener más y más,
y, al mismo tiempo que priva a otros de esos bienes, él tiene que preocuparse
por que nadie se los quite y mira a los demás como enemigos, como ajenos, de
quienes se tiene que defender. ¿Te has fijado que las casas de los pobres no
tienen timbre ni campana, están abiertas, no tienen bardas o si las tienen no
estás electrificadas? No tienen guardias de seguridad, ni perros peligrosos, ni
alarmas.
La
aventura de los pobres de espíritu como Jesús de Nazareth no es una aventura de
miserables, que no tienen que comer. No sabemos que Jesús pasara hambre.
Incluso uno de los doce tenía la bolsa para los gastos de cada día, y había
algunas mujeres bienhechoras que les atendían en sus necesidades materiales (Lc
8, 1-3).
Él
nos explicó todo esto en este mismo discurso al decir: “No acumulen tesoros en la tierra, donde la
polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los
roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni
herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu
tesoro, estará también tu corazón. Por
eso les digo: No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su
cuerpo, pensando con qué se van a vestir. ¿No vale acaso más la vida que la
comida y el cuerpo más que el vestido? Miren los pájaros del cielo: ellos no
siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está
en el cielo los alimenta. ¿No valen ustedes acaso más que ellos?¿Y por qué se
inquietan por el vestido? Miren los lirios del campo, cómo van creciendo sin
fatigarse ni tejer. Yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su
gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así la hierba de los campos,
que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por ustedes,
hombres de poca fe! No se inquieten entonces, diciendo: ¿Qué comeremos, qué
beberemos, o con qué nos vestiremos? Son los paganos los que van detrás de
estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan.
Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por
añadidura. No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí
mismo. A cada día le basta su aflicción” (Mt 6, 19-34).
La pobreza de espíritu no está en la carencia de bienes o de dinero sino
en el desapego de lo mucho o poco que se posee. La aventura de Jesús es vivir
como peregrinos en este mundo, que van ligeros de equipaje. Por ello, la
invitación que hace a quienes van a ser sus discípulos la expresa
frecuentemente con las palabras: “Ven y
sígueme”. Y en el evangelio de Lucas le dice a uno que quiere seguirle: “El hijo del hombre no tiene dónde reclinar
la cabeza”, es decir, no tiene seguridad humana, su seguridad, su corazón
está en Dios, porque “donde está tu
tesoro allí está tu corazón”.
El apóstol Pablo
expresará este pensamiento de forma en cierto modo más radical al escribir a
los Corintios: “Lo que quiero decir,
hermanos, es esto: queda poco tiempo. Mientras tanto, los que tienen mujer
vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; lso que se
alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran nada;
los que disfrutan del mundo, como si no disfrutaran. Porque la apariencia de
este mundo es pasajera. Yo quiero que ustedes vivan sin inquietudes” I Cor
7, 29-32.
El dicho que se
atribuye a Picasso: “Tener mucho dinero para vivir tranquilo
como los pobres”, no carece de
sabiduría evangélica. Dios nos lo da todo para que tengamos lo que necesitamos
para nuestras necesidades y, puesto que su providencia amanece sobre nosotros
con el sol de cada mañana, no necesitamos acaparar. De nuevo acudimos a la
sabiduría paulina en su carta a los corintios: “En consecuencia, que nadie se gloríe en los hombres, porque todo les
pertenece a ustedes: Pablo, Apolo o Cefas, el mundo, la vida, la muerte, el
presente o el futuro. Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo
es de Dios” (I Cor 3, 21-23).